-¡Fuera! ¡Circulen! -gritaban los gendarmes, acercándose. Atropellada, la multitud vacilaba, asiéndose unos de los otros.
Parecía a la madre que todos estaban dispuestos a comprenderla y creerla, y quería decir rápidamente todo lo que sabía, todos los pensamientos cuya fuerza sentía. Subían sin esfuerzo de lo más profundo de su corazón, y venían a sus labios como un cántico, pero se daba cuenta, con desesperación, de que le faltaba la voz, que salía desgarrada y enronquecida.
-La palabra de mi hijo es la palabra pura de un hijo de la clase obrera, de un alma incorruptible. ¡Los hombres íntegros se reconocen en su audacia!
Los ojos juveniles la miraban con entusiasmo y terror.
Recibió un golpe en el pecho, se tambaleó y se sentó en el banco. Por encima de las cabezas se agitaban las manos de los gendarmes, que cogían a la gente por el cuello o los hombros, arrojándolas a un lado, arrancándoles las gorras y tirándolas lejos. Todo pareció vacilar ante la madre, ahogarse en las tinieblas, pero, dominándose, gritó con la poca voz que le quedaba:
-¡Que el pueblo agrupe sus fuerzas en una fuerza única!
La enorme mano roja de un gendarme se abatió sobre su cuello, sacudiéndola:
-¡Cállate!
Su nuca golpeó contra la pared, y su corazón se envolvió por un instante en un acre humo de terror, que se disipó en seguida bajo el ardor de su llama interna.
-Vamos -dijo el gendarme.
-¡No temáis nada! No hay tormento peor que el que respiráis durante toda vuestra vida…
-¡Te digo que te calles!
El gendarme la cogió por un brazo y tiró brutalmente de ella. Un segundo gendarme la tomó por el otro brazo, y los dos la llevaron a grandes zancadas.
-…que diariamente va secándoos el pecho y royéndoos el corazón…
El espía se precipitó ante ella y blandió ante su rostro un puño amenazador, rugiendo:
-¡Vas a callarte, miserable!
Los ojos de Pelagia se abrieron centelleantes, y su mandíbula tembló. Encorvándose sobre las resbaladizas losas, exclamó:
-No se puede matar un alma resucitada.