El miércoles, cita con «Azul ruso», de Patricia Esteban
Hoy ha sido un buen día. Un día lleno de Buena Gente. He hablado con dos cuentacuentos que llegaron a España en patera, he escuchado música, he saboreado el mejor cine y he sentido la solidaridad a raudales. Y todo sin salir de la ciudad. Hoy en la Plaza San Bruno era agosto. Y eso se notaba, incluso el pensador de Rodin de la Plaza del Pilar parecía menos pensativo que de costumbre. Ya de camino a casa el viento y las nubes han hecho su aparición y con ellos el invierno. Encima del sofá y custodiado por mis gatos me esperaba un libro, “Azul ruso”. Tras una ardua negociación con Whisky y Erin he recuperado el libro, muy calentito por cierto, gracias a los kilos de pelo blanco y gris azulado que de forma celosa y exquisita lo han arropado. ¡Pero cómo me enrollo! Todo esto para decir que la escritora y bloguera Patricia Esteban Erlés presenta su tercer libro de cuentos. Todo esto para decir que lo que he leído hasta ahora me parece formidable y que deseo escribir una reseña en el blog más adelante sobre ese mundo de personajes frágiles y fuertes al mismo tiempo. Personajes de piedra y heno que se destruyen y se construyen a sí mismos, contagiados por la decadencia de su propio universo. Ese universo que habita en la frontera de lo que se pierde, de lo que se sueña, de lo que se teme, de lo que se ama. Trece historias que cruzan el libro y te capturan sin pedir permiso.
Hoy, en este día de soles y de cuentos, de gatos y de amigos que habitan la ciudad del viento, quiero recordaros que el libro ‘Azul ruso’, editado por Páginas de Espuma, se presenta el día 24 de febrero, a las 20 horas, en la librería «Los Portadores de Sueños», situada en la calle Blancas, 4, con la presencia de la autora Patricia Esteban, acompañada del escritor Manuel Vilas y el editor Juan Casamayor.
Y para abrir boca, unas líneas:
LA CHICA DEL UHF
Eran tan pequeñas.
Una de las gemelas aún se chupaba el pulgar, la otra sonreía con los ojos entrecerrados y la carita apoyada en el hombro de su hermana. Daba la sensación de que estaban soñando algo tan agradable en su anterior mundo líquido que no les había apetecido despertarse, y Antonio Puñales se sintió un profanador de acuarios mientras les aplicaba el fijador de pupilas y peinaba con colonia el remolino oscuro de sus cabellos tiesos. Tenía que intentar vestirlas también, con las prendas que alguien, una mujer sin duda, quizás la madre, o la madre de la madre, había dejado en la funeraria, dentro de una bolsa de unos grandes almacenes. Desplegó sobre la mesa dos vestidos mullidos de angelote, con sus etiquetas aún puestas. Idénticos pero en distinto color, uno rosa, el otro celeste, seguramente comprados, como el resto de su ropa, con la idea de que sirvieran para identificar a cada niña durante los primeros meses de vida. Cogió en una mano las enormes tijeras que usaba para rasgar los pantalones de muertos en accidente de tráfico. En la otra, el vestido rosa. Calculó por dónde tendría que cortar el nido de volantes y puntillas para poder cubrir el cuerpo de una de las siamesas, y acercó el filo negro a la tela blanda, suave como una piel recién estrenada.